El sol desaparece, la brisa que acariciaba los matices de un simple rostro se transforma ante mis ojos en una ventolera asesina del otoño.
De pie, en medio de la nada me deleito ante la simpleza de mi existencia.
Y los árboles parecen doblarse, la tierra se viste de múltiples colores y como siempre, una flor muy pequeña, resistiendo cerca de un grupo de piedras el implacable caos que se avecina amenazando su utópica existencia. El cielo grisáceo (que maravilla de colores) en una presentación artística que solo aprecio mientras a mí alrededor el resto de universo se escapa.
Cierro los ojos a ver si los Dioses se apiadan de mí y deleitan el espíritu con cada una de sus emociones cayendo frágiles y delgadas tocándome mágicamente.
Busco en mi interior aquella sensación de antaño de saber que en el mundo habían otros igual que yo, sintiéndose pequeños ante la magnificencia del invierno y no encontré más que la sensación del presentimiento de que algo hubo y se había olvidado.
Una, dos, tres… las siento.
Es simplemente lluvia, y Dios nos habla en ellas.